“Eres como una ola. Una maldita ola gigante, pero siendo una ola, no lo eres. Eres los momentos que requiere esa ola para ser una ola. ¡En serio quisiera poder pintártelo! Imagina ese muro salado: toda la perfección que necesita para convertirse en un muro de agua que se sostiene en la nada tan sólo por un instante inimaginable. Toda esa perfección. Toda esa calma. Pero una ola no es sólo eso, necesita derrumbarse y agobiarte con su desplome implacable, con esa espiral extraña: una violencia con un sentido estético, pero sin consciencia, que te cae encima y te abruma con su voluta violenta que segundos, o menos que eso, era un muro perfecto. Después regresa… a formar parte del todo. Y tú, en este caso Yo, no tienes ni idea de qué te acaba de pasar, pero estás empapado. Y ya. La vida nunca volverá a ser igual, una ola te empapó, y ella, en este caso Tú, como si nada, porque simplemente esa es su naturaleza, eso es lo que hace.”
A partir de ese momento Luciano piensa que el amor jamás está de su lado porque él siempre parece estar desenvolviéndose por el lugar que no le corresponde. Ahora, por ejemplo, se siente fuera de sitio, se imagina lo que María piensa de él y prefiere desconectar el sonido, no escuchar y verla a abrir y cerrar la boca para gesticular un montón de silencios sobre los que él superpone, con una comodidad increíble, sus pensamientos. Ya no tratará de complacerla, pero sigue sabiendo que le gustaría encontrársela de noche, conocer su cuerpo y hablar de todas esas maravillosas estupideces que dos almas relajadas intentan expresar una vez que sus cuerpos ya se han expresado mucho mejor que ellas. Esos momentos son tan buenos como las más altas ilusiones y los mayores sueños de heroísmo. Siempre ha pensado que los sueños simplemente confunden; ahora le agrada esa misma confusión porque hace que uno sienta con intensidad no se sabe qué y tampoco importa qué. A veces tomar las cosas con un poco más de tranquilidad ya es poesía: esperar encontrar un día en que el mar no sea tan grande, el día en que uno se pueda erguir sobre las orillas de esta tierra y verse desde el mar, desde su alma gemela que navega en el mar; presentir que uno se puede quedar dormido bajo la corteza terrestre y, a través de un sueño, apuntar directamente una flecha, hecha del sentimiento que a uno le sigue quemando, al corazón de María; calcular que se puede esperar y escoger un futuro que valga la pena. Esperar, presentir, calcular lo que no es otra cosa que potencialidades. Decide que es mejor volver a conectar el sonido antes que ella se dé cuenta que está pensando en locuras en vez de escucharla.
Melvin Ledgard. Los sentimientos de Luciano.
Añoro un lugar que aún no presencio y que intento alcanzar con todas mis ansias. Pareciera como si no hubiera nada más simple ni más complicado que eso cuando me acerco a la existencia de lo que me hace sentir su voz. Es la añoranza de aquel lugar, que está lleno de paisajes que se pintan con tal sentido, el cual revive el olor de cada mañana; inventa un camino para que al fin logre alcanzarla; percibe el latir de los corazones; acerca de a poco respiraciones que nos pertenecen; y llegado un momento donde no puedo concebir el sueño, desde aquel lugar, es su voz quien me aguarda para no terminar descalza delante de ella, pues correría millas si fuera necesario, porque el sueño no me basta ni me espera.
Por eso la busco, busco su voz, quizá cuando resuelvo mirar a través de la ventana y veo cómo la inmensidad se apodera de todo rastro de luz furtiva, para que de aquella emane toda claridad que espero y ya no trato de imaginar pensando que tal vez podría llegar al lugar donde convergen sus sentimientos, donde todo me gobierna y donde nada me ata, ese lugar que aún no presencio pero que imagino cuando sus labios enfrentan la confusión de su memoria y solamente atino a decir “no es necesario que digas nada, que hasta donde alcances a ver seguirás bien, que esos recuerdos son deshechos, impertinentes que están celosos de la persona que eres ahora.”
Queda una luz que aguarda mis sentimientos, una luz que me impulsa, me aguarda y me olvida. Otra vez me lleno de lágrimas. No dejo de pensar que las manchas de la pared son simples huellas dejadas por la llovizna de la noche. Y, por el contrario, el sonido que resulta entre la confusión de saberla dormida o despierta es un claro presagio de que la volveré a ver y al fin podré reconocerla en los más tangibles sueños que alguna vez mi memoria habrá de recordar.
Ella es hermosa, en el sentido amplio de la palabra, por eso su voz me parece hermosa, por eso su relicario de pensamientos están diseñados para emocionar y apaciguar cualquier alma como la mía; pero de aquellas otras, yo no sabría más qué decir.
Qué ideal es aquel pensamiento que ha surgido desde la más profunda emoción de mis sentidos, qué hermoso saber que estos pensamientos me pertenecen sin darle mayor importancia a lo que dijeron otros, lo que pensaron otros y lo que sintieron otros. Porque lo que yo siento es el inicio de algo que respira, que camina, que piensa, que yerra, que no miente y no se involucra más en el olvido ya que sensaciones como estas jamás llegan a olvidarse y ahora lo entiendo. Quizá el vuelo repentino de un ave dentro de un sueño me convenció de no olvidar, por su vuelo detenido y suspendido, por su impaciencia y sus ganas de aprender algo nuevo cada vez que observa un nuevo horizonte, alguna forma de naturaleza, alguna forma de granizo o lluvia.
Ojalá mis palabras pudieran causar mayor emoción, pudieran traspasar la efímera distancia hasta encontrar sus latidos, y acercarme infinitas veces a sus emociones y sentimientos. Decirle que ya nada me aturde y todo en cuanto a ella se refiere hace emerger de mi pecho involuntarias pero intensas contracciones del corazón; que mis pensamientos desprenden y rozan sentimientos que resultan en desapercibidas lágrimas sobre mis mejillas.
Y mientras cada una sigue su irremediable curso, pienso en ellas, en la composición de todo lo que precedió al llanto, en todo lo que dejó de ser por el llanto. Y me pierdo...en el momento donde mis labios persiguen cuidadosamente los suyos intentando, entre cada palabra dicha, que su respiración me conceda por fin el inmenso deseo de rozar sus labios.
«Por inercia ha prendido el televisor para escuchar el noticiero madrugador, pero tan temprano que la pantalla se ha llenado de esa zumbadora tormenta de puntos luminosos que parece descargar toda la reprimida violencia eléctrica del aparato cada vez que no hay nada en el aire. Las imágenes en el aire ocultan la violencia de la misma forma que la distancia lo hace con lo que Luciano ha terminado por llamar "paisajes-conceptos". tiene la certeza de que ver a Lima desde su ventanal o al Perú desde un noticiero es totalmente distinto a estar pisando esos lugares, pero eso es algo que lo indigna cada vez menos o, en todo caso, se acostumbra convivir con la indignación cada vez más. Época pre-electoral y ya no sabe ni por quién votar: en el banco no hay con quien conversar seriamente de política.
Al cortar el pan de desayuno, no mucho tiempo después de haber desenterrado la cabeza de la almohada, piensa que ella lo ha vuelto a saludar desde los tiempos y los lugares sin nombre. La austeridad lo hace tener sueños extraños y recuerda que al despertar ha intentado odiar algo sin poder odiarlo porque las cosas ahora son como tienen que ser. Sonríe mientras se peina frente al espejo con sus ojos bien puestos sobre sus propios ojos(los únicos que pueden devolverle el fielmente invertido reflejo). Alistándose para el mundo, como tantos otros frente a sus espejos, se ve como dentro de otro marco conceptual, pensando que un héroe se puede formar a partir de una extrema debilidad de carácter, de esa debilidad del que quiere ser algo pero se demora en conseguirlo.
La imagen de la muchacha de los lugares y tiempos sin nombre vuelve interrumpir sus reflexiones con una sonrisa tan franca que hace los paisajes- conceptos rectángulos solemnes y ridículos. Encuentra raro toparse una y otra vez con esa mujer soñada porque el amor es algo terrestre, algo tan dentro de un lugar específico, un encierro que lleva a través del delirio del orgasmo a las zonas de lo atemporal y lo confuso. Pero esa mujer lo llevas a zonas con solo mirarlo, como asegurándole que hay otros caminos para vivir el amor. Luciano vuelve a rascarse las nalgas mientras observa desde el ventanal los techos que ocultan espacios.
Después de todo es el mismo aire para todos, es el mismo aire fresco ante el que se puede cerrar los ojos y el amor se hace tan presente que se puede respirar (no suspirar, como diría algún romántico, sino aspirar, tomarlo como un elemento más del entorno para trabajarlo en beneficio del propio sentimiento). Alimentado de mañanas despejadas como ésta, debe trabajar para recuperar el terreno perdido del amor.»
Melvin Ledgard. Los sentimientos de Luciano
«Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
-Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
-Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
-Yo también te acompañaré -respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
-Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
-Estás cambiada.
-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
-Gracias -contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
-¿Quién? -pregunté.
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
-Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
-¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
-Buscaré un taxímetro -dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
-Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
-¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
-Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano (“¡La mano!”, me dijo. “¡Ahora!”) me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
-Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: “Ha refrescado. Fue un simple chaparrón”. La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. “Si no me duermo pronto”, pensé, “mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina”.
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso -contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
-¿Cómo? ¿Lo ignoras?
Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
-¿Sabe que murió la señorita Paulina?
-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: “Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino”. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: “Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano”. Luego me dije: “Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte”.
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.»
Adolfo Bioy Casares, «En memoria de Paulina»
"El niño observaba con detenimiento la muerte de Dios, con lágrimas en los ojos, mientras todos a su alrededor gritaban y corrían sin sentido. Junto él yacían sus padres, inertes. Las oscuras nubes nocturnas, manchadas con el rojizo del fuego que inundaba la ciudad, empezaron llorar junto a él; el humo y agua saturaron el aire. Las calles se llenaron de ríos de lodo y sangre. Sostenía las manos de aquellos que alguna vez lo amaron. Un hombre que huía de los monstruos que aterraban a todo el pueblo, se detuvo e intentó llevarlo consigo tomando la mano del pequeño. iVamos! Están muertos... -Dijo. -Todos lo están, Dios ha muerto- respondió el niño levantando la mirada hacia la iglesia al final de la calle, cubierta de llamas y derrumbándose lentamente ante el peso de la cantera caliente. El hombre asustado ante la declaración, intentó forzar al niño y justo cuando lograba alejarlo de los cadáveres, un silbido surcó el aire atravesando el pecho del niño. La oscuridad rojiza fue lo último que vio el pequeño, y en su mente resonó la frase: "Dios ha muerto, y el frío que lo envolvió lo hizo saber que él también.»
Erick Centeno
Querido niño Dios:
Es muy difícil escribirte. Para empezar, no sé si tratarte de tú o de usted. Tú eres el único niño al que dan ganas de tratarlo de usted. Voy a optar por el tuteo, sin embargo, pues crea una atmósfera más familiar, más de conversación entre dos, pero no lo tomes como un exceso de confianza. Tampoco lo tomes como un irrespeto (ni hacia ti ni hacia los que creen en ti) si te digo que no creo que existas. No creo que puedas leer esta carta, y por lo mismo no te voy a pedir nada. Pedirte cosas son ingenuidades de niño, que tendrán su encanto en la infancia, pero en las que yo ya no quiero caer a mi tierna edad.
Voy a hacer un ejercicio. Te voy a escribir a ti como quien le escribe una carta a Cándido o al Quijote o a Cupido, alguna de esas maravillosas creaciones de la imaginación humana. También tú eres una encantadora creación humana: un niño para pedirle cosas, un niño divino, un niño para rezarle y creer que algo puedes hacer en esta rueda loca del mundo, que, te lo digo francamente, no parece que estuviera regida por ningún Dios Bueno, Sabio y Todopoderoso. Mucho menos por un niño amable, bondadoso y pacífico.
Y voy a proponerte un tema, niño Jesús, ya que tú fuiste un niño rozagante y sano: el tema de los niños enfermos que se mueren; o el tema de los niños a los que los matan carros, balas, minas, terremotos, incendios, bombas, o algo mucho más simple: hambre. ¿No te parece un tema alegre para estas navidades? Te cuento una cosa: también mi madre nació un 25 de diciembre, como tú, y por eso se llama Natividad. María Cecilia Ana de la Natividad de Jesús, para ser exactos. Le pusieron ese nombre para hacerte un homenaje, para que tú la vieras con buenos ojos. Y sobrevivió; ha vivido más de ochenta navidades y ella te lo agradece. Porque lo que es a un hermanito que le había nacido dos años antes de ella, te lo llevaste de fiebre; estuvo una semana agonizando y llorando, con escalofríos, sufriendo. Qué ironía. ¿Habrá sido porque no lo pusieron Natalicio? ¿Serás así de creído y vanidoso?
Además, en la casa tenemos un cuadro muy milagroso de Santa Ana enseñándole a leer a la Virgen María. Toda la vida mi abuela le puso una vela los viernes; ¿sabes por qué? Porque los viernes juega la Lotería de Medellín. Y nunca se la ganó. Pero el marco del cuadro quedó con un chamuscado al lado izquierdo, eso sí. Ponía el billete de la lotería debajo de la vela. Y nada. ¿Ves? Hay por lo menos dos niños en nuestro imaginario católico: tú, recién nacido en la cuna o en brazos de tu madre (o descalzo y muy orondo, ya crecidito, el Divino Niño, levantando los bracitos al cielo), y tu madre niña mientras aprende a leer. También están los Niños Mártires, que creo que son muchos. Pero no te voy a hablar de los niños del santoral. Ya te propuse otro tema: las personas que se mueren niñas, digamos entre los seis meses y los quince años de vida. Un bonito tema navideño, los niños que se mueren por estos días y todo el año, ¿no?
Mira lo que dice un poeta, Enrique Molina, hablando de un niño muerto: “No han sido tan graves mis errores para pagarlos con la vida”. ¿No has visto a esas madres que se arrodillan para pedirte por la vida de sus niños, no las has oído? ¿No has visto el llanto de esos padres, o el de los otros hermanos que te ruegan que no les hagas esto, que le salves la vida al hermanito? No, evidentemente no. Eres más sordo que una tapia. Se mueren los niños pobres y los niños ricos. Los pobres de hambre, y los ricos de cualquier otra cosa.
Tú también conocerás al maestro Fernando Botero. Todo el mundo lo conoce, sobre todo por estas tierras que se llaman Colombia y que han estado encomendadas a tu corazón de niño (pero cuando te creció). Pues fíjate, también el maestro Botero tenía un niño: Pedrito. ¿Y qué le pasó? Pues que Botero estaba en una loma parado en un carro, una lomita de nada, muy tranquilo. Y de un camión que iba adelante se zafó una lámina de acero. La lámina entró al carro. ¿Y sabes dónde fue a dar? En el cuello del niño. Lo degolló como de un guillotinazo, como a los criminales de la Revolución Francesa, y el maestro Botero perdió dos dedos tratando de quitarle la lámina de encima a Pedrito. Y todo el amor de su madre no pudo detener la sangre que manaba de la arteria yugular. Un espectáculo triste, ¿o no? Pudiste haber hecho algo y tú en cambio como si tal cosa, igual que con los niños que se mueren de hambre. Al menos no eres clasista: a todos, muertes por igual. Para medio recuperarse, el maestro Botero estuvo pintando a Pedrito como un loco, durante años, pero la cicatriz le quedó para siempre, en los dedos y en la memoria. ¿Y la mamá? La mamá ya nunca se recuperó. Le destrozaste la vida.
¿O me vas a decir, como los curas, que te llevas a tu presencia a los que más quieres para que te hagan compañía con su alma blanca y pura, sin pasar por el Purgatorio? Si es así, pudieras haberles evitado la venida al mundo. Te doy una idea: te los llevas de una vez del vientre de sus madres, sin traerlos aquí a que se encariñen con la vida y a que nosotros nos encariñemos con ellos. De verdad no te entiendo ese jueguito de mostrarnos unos niños por unos cuantos años para después llevártelos de aquí. Y además con torturas: dolores, sangre, un hueco en el estómago, llanto, deformidades, fiebres, llagas. Dices que tu amor es infinito. Pues qué manera la que tienes de amar: el marqués de Sade no me parece sádico, al lado tuyo.
Antes de Navidades los niños le escriben cartas al niño Dios para pedirle algo: cosas fáciles como regalos (si los papás tienen plata); cosas difíciles, como paz en este mundo (si en el colegio les dicen que pidan cosas importantes); o cosas imposibles, como que le cures la leucemia a un niño que conozco y que se está muriendo en medio de los sufrimientos más horribles. No se la vas a curar, ¿cierto? Bueno, allá tú. Entonces no eres tan omnipotente como dicen los que sí creen en ti. Si fueras omnipotente no dejarías que ningún niño se muriera de leucemia, de sida, de accidente, de hambre, de lámina de acero en este mundo.
En la novena, desde que me conozco, llevamos media eternidad cantándote lo mismo: “Ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto”. Y tú no llegas. El 24 a las doce de la noche sacamos al niño de un baúl y lo ponemos en el pesebre. Después empezamos a repartir los regalos. Como somos de familia acomodada, las cartas que los niños te escribieron se cumplen al menos en parte. Pero de ti, ni la sombra. Siglos rogándote que no te tardes tanto, y tú escondido por allá, en las interminables regiones de la nada. Allá tú.
Yo no me explico de dónde viene esta costumbre de rendirle culto a un niño. A un bebé. Supongo que es muy fácil creer en la bondad de un niño: no tiene todavía capacidad para hacerle daño a nadie: no pega, no habla, no envidia, no odia. Ni siquiera ama: llora, come, duerme y caga, llora, come, duerme y caga. Esa es la vida, tan simple y tan bonita, de un bebé sano. ¿Y los niños enfermos? Te lo recuerdo, niño Dios. Hay millones de niños enfermos. Y millones de niños que se mueren de sida. Y más millones a los que les duele la barriga vacía, porque la barriga vacía duele aterradoramente. Y tú allá sentadito a la diestra de Dios Padre, tranquilo, bien comido y bien dormido, viendo pasar el río de la eternidad, como si tal cosa. ¿Qué es para ti el sufrimiento de millones de padres? Nada, lo mismo que para mí el sufrimiento de una hormiga, si llego a pisar diez hormigas sin darme cuenta.
Por eso no te quiero, niño Dios, porque no haces nada, porque no te inmutas. Porque por muchas cartas que te escribamos, ni una sola vez te has dignado contestar. Con mis más sinceros sentimientos de asombro, incredulidad y desconcierto, me despido, ?
Héctor Abad en SOHO.COM
Agosto de 2018
A veces, la impresión de un sueño dura toda la tarde.
28 de agosto de 2018
Personas más cerca unas de otras.
Martes, 17 de julio. 2:40 a. m.
(…) Por las mañanas o las noches, nunca las tardes. En las tardes siempre hay mejores cosas que hacer.
Lunes, 9 de julio de 2018
No es lo que siento realmente, es lo que entiendo realmente sobre sentir.
Junio de 2018
(...) Pero si de distinciones hablo, no sería correcto olvidarme de las voces de la naturaleza que han colmado mi alma de espera. Estuve llorando plegarias para que no llegaran demasiado tarde, para que no callaran todos sus anhelos.
Junio de 2018
Porque no escribo para nadie, porque no persigo nada. He de decir mucho, escribir a la nada y esa nada tenga su rostro. Me he perdido entre la peor circunstancia y ya no me siento capaz de regresar. Pero he querido regresar… Magnífico el sueño donde mis ojos cruzaron con los suyos, regresando, una tras otra, hacia su delicada pendiente, observándola en la memoria de mis sueños. Despiadados sean los sueños que no me permiten verla de nuevo.
Olvidado el detallado análisis, común al procedimiento de culpabilidad, homogéneo a los años que observan el propio infortunio de lo que ninguno atiende. Todo se disuelve hasta caer turbado, a fuerza de persuasiones, sobre la cabecera del año 55. Y nada es y nada vuelve a ser.
Junio de 2017
Es mi pena la que cae entre esta tarde y la siguiente, entre esta noche y la que viene, entre estos días donde no vienes.
Junio de 2017
Te extraño, no me engaño, porque he tratado de pensar que la belleza es limitada, que los gatos son peligrosos, que las gentes son detestables, que la música es soledad. Y no. Nada de eso, nada, puede asemejarse a la verdad.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Me duele el corazón y un pesado letargo aflige a mis sentidos,
tal si hubiera bebido la cicuta o apurado un opiato hace sólo un instante y me hubiera sumido en el Leteo.
Y esto no es porque tenga envidia de tu suerte, sino porque feliz me siento con tu dicha
cuando, ligera dríade alada de los árboles, en algún melodioso lugar de verdes hayas e innumerables sombras
brota en el estío tu canto enajenado.
¡Oh, si un trago de vino largo tiempo enfriado en las profundas cuevas de la tierra que supiera a Flora y a la verde campiña, canciones provenzales, sol, danza y regocijo!;
¡Oh, si una copa de caliente sur, llena de la mismísima, ruborosa Hiporcrene, ensartadas burbujas titilando en los bordes, purpúrea la boca: si pudiera beber y abandonar el mundo inadvertido
y junto a ti perderme por el oscuro bosque!
Perderme a lo lejos, deshacerme, olvidar, que entre las hojas tú nunca has conocido la quietud, el cansancio y la fiebre
aquí, donde los hombres tan sólo se lamentan y tiemblan de parálisis postreras, tristes canas,
donde crecen los jóvenes como espectros y mueren,
donde aun el pensamiento se llena de tristeza y de desesperanzas,
donde ni la belleza puede salvaguardar sus luminosos ojos por los que el nuevo amor perece sin mañana.
¡Lejos! ¡Muy lejos! He de volar hacia ti. No me conducirán leopardos de Baco sino unas invisibles y poéticas alas;
aunque torpe y confusa se retrase mi mente: ¡ya estoy contigo! Suave es la noche y tal vez en su trono aparezca la luna circundada de mágicas estrellas.
Pero aquí no hay luz, salvo la que acompaña desde el cielo el soplo de la brisa cruzando el oscuro verdor y veredas de musgo.
No puedo ver qué flores hay a mis pies ni el blanco incienso suspendido en las ramas, pero en la embalsamada oscuridad presiento cada uno de los dones con los que la estación dota a la hierba, los árboles silvestres, la espesura: pastoril eglantina y blanco espino, violetas marcesibles recubiertas de hojas y el primer nuevo brote de mediados de mayo,
la rosa del almizcle rociada de vino morada rumorosa de moscas de verano.
A oscuras escucho.
Y en más de una ocasión he amado el alivio que depara la muerte invocándola con ternura en versos meditados para que disipara en el aire mi aliento.
Ahora más que nunca morir parece dulce, dejar de existir sin pena a medianoche ¡mientras se te derrama afuera el alma en semejante éxtasis!
Seguiría tu canto y te habría escuchado yo en vano: a tu réquiem conviene un pedazo de tierra.
¡No conoces la muerte, Pájaro inmortal! No te hollará caído generación hambrienta.
La voz que ahora escucho mientras pasa la noche fue oída en otros tiempos por reyes y bufones; tal vez fuera este canto el que una senda encontró en el triste corazón de Ruth,
cuando enferma de añoranza, se sumía en el llanto rodeada de trigos extranjeros,
la misma que otras veces ha encantado mágicas ventanas que abren a peligrosos mares
en prodigiosas tierras ya olvidadas.
¡Olvidadas! El mismo tañer de esta palabra me devuelve, ya lejos de ti, a mi soledad.
¡Adiós! La fantasía no consigue engañarnos tanto, duende falaz, como dice la fama.
¡Adiós! Tu lastimero himno se desvanece al pasar por los prados vecinos, el tranquilo arroyo y la colina; ahora es enterrado en los calveros del cercano valle.
¿He soñado despierto o ha sido una visión?
Ha volado la música. ¿Estoy despierto o duermo?
John Keats, Oda a un Ruiseñor
Sobre la fría losa de una tumba un nombre retiene la mirada de los que pasan, de igual modo, cuando mires esta página, pueda el mío atraer tus ojos y tu pensamiento. Y cada vez, cada vez que acudas a leer este nombre, piensa en mí como se piensa en los muertos; e imagina que mi corazón está aquí, inhumado e intacto.
Lord Byron
Estrofas para música
No digo - No esbozo - No respiro vuestro nombre, Hay pesar en el sonido - habría culpa en la fama; Pero la lágrima que ahora arde en mi mejilla puede dar cuenta Del profundo pensamiento que habita en ese silencio del corazón.
Demasiado cortas para nuestra pasión, demasiado largas para nuestra paz, Fueron aquellas horas, ¿puede cesar su alegría o su amargura? Nos arrepentimos - abjuramos - deseamos romper nuestra cadena; Debemos separarnos - debemos volar a - unirla otra vez.
¡Oh! Vuestra sea la alegría y mía sea la culpa, Perdonadme adorada - abandonadme si lo deseáis; Pero el corazón que porto expirará sin haber sido rebajado, Y los hombres no lo quebraran - sea lo que sea que podáis vos.
Y firme ante el altivo, pero humilde ante vos, Habrá de ser mi alma en su más amarga oscuridad; Y nuestros días han de ser más rápidos - y nuestros momentos más dulces, Con vos a mi lado - que con el mundo a nuestros pies.
Una visión de vuestro dolor - una imagen de vuestro amor, Habrá de cambiarme o confirmarme, de castigar o reprobar; Y los sin corazón podrán maravillarse de tanto a lo que renunciamos, Vuestro labio no habrá de responder a ellos - sino al mío.
Lord Byron
Junio 2017
¿Por qué la quiero tanto?, ¿ de dónde parece llegar esta tristeza que si no se confunde con su presencia termina cediendo a la infinita palabra? Quiero rodear con urgencia este silencio del que es parte mi alma. Guardarlo y levantar una melodía que se incorpore a mis más profundos sentimientos. Porque es a su lado cuando al silencio le importa lo que al hombre para crear la extraña palabra; a su lado, he muerto intencionalmente para traerle la compañía de alguien que no sabía que había llegado. lo he deseado tanto que la tristeza se ha acomodado entre mi alma para no llorar.
Junio de 2017
La extraño sin duda alguna. Lo he sentido vibrar en el silencio más hermoso de la mañana. Cuando estaba a punto de adentrarse, cuando estaba a punto de arrancarme el alma sin querer, el alma sin pensar en las consecuencias, en las circunstancias, cuando de todas esas cosas emergían más sentimientos, cuando hablaba de esas cosas para no despertar, mientras comenzaba a anochecer de verdad… Supe que me dolía más el silencio de no saber cómo decirle que yo la amaba.
Creo que las hojas serán de una total envergadura cuando las raíces escapen de los suelos.
®| Hoja29
Junio de 2017
La tristeza no es más que solo una verdad pactada con una guitarra que no sabe sonar mejor que maullido de Paloma. La tristeza no es ella. Es el anhelo de mi tristeza quien se confiesa. La tristeza es mi alma que no sabe, que no sabe nada; es como el amor, el amor que no entiendo, el amor que yo siento.
Junio de 2017
Tal vez, pensaba que, tener esta clase de tecnología sentimental entre mis manos, me ayudaría con tanto silencio que sujetan mis sentidos. No es extraño tanto dolor y tanto silencio. No. Me digo que esa ternura no es más que solo humanidad por mí. Y que es mentira. Que ella lo aparece todo.
Junio de 2017
Mi pensamiento se derrama como la llovizna de cada mañana y la felicidad está impidiéndome llorar.
Cálido invierno
Yo creía ser devorado por el horizonte.
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Mudo como las cosas, como el dolor, como todo lo que no se elige.
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Todo esto es una fuga. Sé que los ojos saben cerrarse, pero eso no es suficiente.
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Recóndito y exangüe conocimiento que soporta la complacencia de mantener constante el flujo de pensamientos cualesquiera. De los gritos hacia el silencio, no hay nada que consuma hasta el hartazgo el quebranto de los intereses emocionales.
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Sombras que se alzan entre la misma muerte, volátiles, como materia que representa la capacidad inerte de amar y no ser amado. Quisiera aparecer y reaparecer por un instante que no sea tiempo; quisiera arder, arder sin flama.
◘
Vejez prospectiva lejos de la juventud, llena de preámbulos que llegan a ser los desertores de la confianza que templa mi ordinaria sombra. Quisiera la incapacidad que reafirma la conmiseración por esta naturaleza cárnica, condición de sombra lentitud e interioridad insondables. Pero la oscuridad aguarda intranquila, recorre la persecución que repiten mis manos, otorga la risa que baña las coartadas de la tarde. Tal vez, algún rayo de sol prefiera dudar; otro, confiar que mi alma fue destinada para algo más que el infierno.
◘
Las sombras antes que los cuerpos llegan, mas no dicen nada, no oyen nada. Melancolía que se ha arrastrado mal herida y no entiende la llama de los siglos; abismo marginado por endemia, que florece por abril y marchita por concesión de las lágrimas, que de soledad reviste a la inflamación de mi alma, la silueta de un sueño, y la oscuridad de un rostro.
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Temeroso de ofender, algo casi inviable. Ruta que no debería buscar, que debería perder y tal vez encontrar.
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Quien se ha perdido.
Quien ha perdido.
Ha perdido perdido.
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No hay tiempo para lo que ya es suficiente.
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Confuso por los labios. Un relieve bajo el suburbio de solo sombras; el inicio y el final de un cuento sin impresiones; un más allá de la muerte que no ha olvidado respirar (...)
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Las nubes sonríen por una lágrima pero no forman caminos como la ciudad que adormece a los vagabundos de esta tristeza colindante.
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Supongo muchas cosas.
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Ya no tiene 17. Fingir desconocimiento hace que el disparador pierda el movimiento del tiempo y se disipe como si nunca hubiese llamado máquina a su cuerpo. Aquellas horas donde establecía disonancia con la realidad terminaban...
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La luna y la llovizna suave colisionan -¡como si de mi pecho tratasen al enemigo! Un descarnado anonimato termina cruzándose la sien, lo he oído gritar, sensible, excesiva y dolorosa manera; mas la luna decorosa y predispuesta se halla. Porque la quiero, porque la mutilación dio al anonimato, porque de mi pecho trascienden las ficciones que conducen a las viejas paredes que despabilaron una noche. La noche colgaba su rostro sobre mi pecho, mis ojos colgaban de la llovizna de aquella noche. No había mediación, las conciliaciones habían terminado.
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Cuadro de la desesperación que no llama al desvanecimiento y desapropia su definición. Cuadro que emerge, nace y sale de mi vientre para probarme que no entiendo; que la misma palabra que sumerge a la noche dentro de ese paraje que hace andar su tristeza, no es tan solo el retrato de una total pérdida del ánimo, sino, un encuentro desenmudeciendo detrás del dolor.
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Los espejos son amores que vislumbran los ojos de su linaje. Yo odio los espejos.
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Mis sentidos están cercenados por agujeros que ahogan un propio fluido. He perdido lo que soy y lo triste que fui por caminos que saben señalarse con un gesto amargo de pasos tambaleantes, oscuros y sangrantes, sedientos de impunidad impalpable a los ojos de los tristes.
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La intervención que sujeta el estertor de la muerte: funesta mezcolanza e inasible como una idea; estulticia que ha desgreñado un indecente; juicio ensordecedor que solo tiene uso antes de un mediodía caído e inadecuado, antes de las acciones irreparables inherentes a la tristeza. Dice tanto que la persecución me atraviesa la boca y escucho los murmullos por palabras.
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La maleza de los sueños que no logro concebir como míos son secretados por la imperceptible naturaleza de la imaginación doliente y silenciosa. No creo haber descubierto espesura de una intervención más entrañable que la del amor; sin embargo, me observo alterado por todas las formas inacabables que se presentan del divagar, del pensamiento tan distante.
Lejos de aquello: esto
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No duermo y pienso que leo, que escucho, que siento; pero nada de eso es leer, escuchar ni sentir. Y eso es to’, ahí se quedan mis ideas.
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Las personas tienen una compleja y destellosa forma de pensar, aún no lo entiendo, no comprendo nada; pero aún así, los veo observándose. Los veo, llegan a las miradas de quienes parecen comprenderlos en su más íntimo sufrimiento.
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27 de Junio de 2017 Apolo es un Dios.
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Lloraría igual si me fuera a morir. Desaparecer. Desaparecer de todo pero no morir.
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No puedo volver a llegar, ser parte de esos que te escribieron. Cambiar toda esa colección de sentimientos faltos de alegría.
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Me dice que no sabe ser débil, que puede ser frágil por dentro y, por fuera, un muro donde la piedra de doce ángulos representa su corazón
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(…)Me detengo y observo precedidos todos los sueños que este último tenía planeados para mí, recelosos por la inconsciencia de no querer saber cómo funciona el mundo. Regreso y me veo en los largos años, me veo implicada en lo tormentoso de lo que alguna vez fue mi evidenciada tristeza.
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Mi tentativa por obviar el peso de las horas me expulsa al encuentro de un sueño donde se pueda susurrar hasta que el latido del corazón paralice mis temblorosas manos y altere mi cuerpo. Buscándola siempre en las voces de aquellos que aún no perdieron sus sueños.
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Es como si mis pensamientos estuvieran escondidos, mirándome a lo lejos...
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(…)Como no pensar en lo que no entiendo de mí. Porque lo que entiendo de mí está notando la huida de todos estos años.
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Ni siquiera me di cuenta de las mariposas que había en mi estómago
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Temo de mí , de las inseguridades y de todas las cosas que he pensado seguras. De cada noche oscura e ineluctable. Sentía al miedo permitiendo las insinuaciones de la noche. Y como si se hubiera camuflado entre los pensamientos que tenía antes de pensar en María, se espesaba entre mis labios y me ahogaba sin dejarme espacio para decir su nombre. Sin previsiones de lo que sucedería después, terminé aislado en el rincón más oscuro de mis pensamientos, escuchando a los recuerdos retorciendo la realidad, deambulando sin tener una clara imagen de la dirección, aceptando todo, incluso la muerte en el aire frío de aquella noche .
Esa fue una de las primeras noches de invierno, esas que se llevan a uno de los infinitos impulsos que materializan el alma. Echar a andar la imaginación era lo único que hubiera querido hacer si la necesidad de volver a decir su nombre no hubiera asaltado mis pensamientos
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Es raro lo que siento al despertar y al acostarme, hasta caminar…
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Dormí y supe que el amor existió nunca lejos de los sueños.
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Demos amor a la tristeza me suplican los sentimientos...
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Y entonces vuelves y olvido todo lo que tenía que decirte.
Y todo a mi alrededor contribuye para contradecir al silencio